Marisa llegó cuando los últimos rayos de sol se ocultaban por las montañas. Le maravillaba volver por la carretera de Andalucía y deleitarse con el impresionante espectáculo del astro desapareciendo en un halo naranja detrás de las montañas, todavía coronadas con el velo blanco del invierno. Los días alargaban, y su corazón parecía resucitar de un largo letargo a ritmo de cada minuto de luz que ganaba el día. La jornada había sido espléndida en el eterno oasis del Real Sitio de Aranjuez, y ella sonreía recordando sus paseos por los bien cuidados jardines, la visita a las amplias estancias del Palacio Real, escenario de tantos sucesos históricos en los que ella fantaseaba con haber participado. Todavía estaba en eso, la sonrisa en los labios, mientras dejaba el bolso en la mesita y se tumbaba en el sofá al tiempo que encendía el contestador automático, y se disponía a escuchar relajadamente los mensajes recibidos.
El timbre de la voz le levantó de los mullidos colchones de golpe, y notó que su corazón empezaba a latir con más fuerza. Rebobinó la cinta varias veces, y escuchó el mensaje incrédula hasta que se hizo a la idea. El contenido no admitía demasiadas dudas, pero ella, después del tiempo transcurrido, había alimentado la idea de que nunca se iba a producir el aviso; y ahora, de golpe, aparecía una fisura en el impenetrable muro de su secreto. De ella dependía que esa grieta se ensanchara o se quedara allí como un aviso, como una visible señal de que jamás había que bajar la guardia. Era necesario moverse de prisa, sin dejar pasar un instante más. Había que sacar a pasear a los perros, sí, pero a los mejores, los más sagaces y silenciosos, los que eran capaces de encontrar en una brizna de hierba una pista segura para seguir. Lejos, muy lejos, quedaban ya los verdes jardines, el rumor de las aguas, los puestos de fresas, la tranquilidad de la sombra de los plátanos. Ahora, su ritmo era frenético, sus manos se movían deprisa del fondo del bolso a las teclas del teléfono móvil, sus pies recorrían nerviosos los escasos metros del pasillo, su cara se contraía en mil muecas mientras repartía órdenes, organizaba puestos de vigilancia, establecía sistemas seguros de comunicación.
Eran más de las doce cuando terminó de preparar la estrategia del día siguiente, pero todavía quedaba algo: tenía que despertar un alma dormida, visitar a su viejo amigo y ponerle en guardia de la forma más sigilosa posible. Era hora de volver a saber de él, y sabía de sobra que le dolería, pero no quedaba otro remedio. La curiosidad le mataba, al mismo tiempo que le envolvía la nostalgia. No sabía si dejar un corto comentario en su blog o recrearse en los textos escritos en su autoimpuesta ausencia. ¿Qué le iba a decir después de tanto tiempo?
Fue abandonar Marta la casa y sonar el timbre. Salió de nuevo la mujer a recibir, pero enseguida torció el gesto. Enfrente se encontraba una escultural rubia altísima y guapísima, que a duras penas conseguía ocultar a un malhumorado varón de rostro amenazante. A pesar de los buenos modales de la chica, y de su desenvuelto castellano, la señora de la casa no se terminaba de fiar, confiando en un sexto sentido que captaba el contraste entre la suavidad de los rasgos de la cara de la muchacha y la fuerte musculatura que adivinaba en sus anchos hombros y en su pose decidida y desenvuelta. El recelo se agudizó cuando apareció su marido, al que la vista le anuló rápidamente el resto de sentidos. Esta vez fue él quien les hizo pasar.
Natacha llevaba una minifalda no muy corta, pero el incómodo sofa, más bajo de lo normal, contribuyó a subirla un poco más de lo normal, mostrando algo más de la invisible línea que convierte unas piernas bonitas en una peligrosa tentación. No lo hacía a propósito, pero sabía el efecto que causaban sus largas extremidades juntas en lucha por perder la violencia de esa forzada postura, y esta vez pensaba aprovecharlo aumentándolo con unas gotas de alcohol. Por eso aceptó la copa que el hombre le ofrecía: confiaba en que su efecto conseguiría vencer aún más la natural resistencia del hombre a contar detalles incómodos sobre su casa a dos perfectos desconocidos.
Sin embargo había poco que contar, más o menos lo mismo que había escuchado Marta de su esposa unos minutos antes, pero con menor abundancia de detalles, pues el hombre no estaba tan al tanto de los cotilleos de la finca, por lo que sabía bastante menos de Ramón y sus antiguas aventuras en su ahora apacible piso. Convencidos de que aquella simpática pareja de ancianos no conocía realmente el paradero de la mujer que buscaban, se apresuraron a anotar la dirección de la agencia, y se despidieron con pocas alegrías.
Al llegar a la agencia se cruzaron con Marta, que acababa de salir. Era la segunda vez que se la encontraban en tan solo una hora, aunque ninguno de los tres se apercibió de aquella extraña coincidencia. Tampoco les alarmó el hecho de que les atendiera el director del establecimiento en lugar de cualquiera de sus empleados. El hombre, impecablemente vestido con un traje chaqueta gris, camiseta negra ceñida, sin corbata, y zapatos negros relucientes, les atendió con una amplia sonrisa, que destacaba sobre su cara más morena de lo habitual para aquellas fechas:
- Me ha dicho mi secretaria que están interesados en comprar el piso que tienen alquilados los señores Muñiz -dijo el director-
- Sí -respondió Natacha- Estamos recién casados y vamos a residir una buena temporada en España. Una amiga nuestra estuvo viviendo allí y nos habló muy bien del piso. Nos hemos llevado una desilusión al ver que estaba ocupado.
- Sí, está alquilado a estos señores, pero además el piso no está en venta. Tenemos otros que, sin duda, les pueden interesar. Si quieren, se los puedo mostrar.
- No le digo que no, pero venimos de aquel piso y nos ha gustado. Quisiéramos hablar con su propietario para ver si cambia de opinión. Estamos dispuestos a pagarlo muy bien.
- Me temo que no será posible. No estoy autorizado a facilitarles sus datos. Ya saben, esto es una agencia inmobiliaria, y nuestro negocio es precisamente hacer de intermediarios entre los compradores y vendedores de pisos. Tengo instrucciones muy precisas de lo que puedo y no puedo hacer, y entre ellas no está la venta del piso. No obstante, podría comentarlo con el propietario. ¿Han pensado en alguna cifra?
- Pongamos 700.000 €.
- Es una cifra muy tentadora -dijo el director arqueando las cejas- para un piso de 90 metros cuadrados con más de 40 años de antigüedad. Pasen mañana a esta hora y les diré algo -comentó- mientras se levantaba y tendía la mano para estrecharla, como signo inequívoco de que la entrevista había terminado.
El director esperó un tiempo prudencial, después de que la pareja se marchara, y descolgó el teléfono. Pulsó los nueve dígitos de un número que sabía de memoria, aunque no lo había utilizado nunca hasta ahora. Al otro lado, sabía que estaría únicamente la fría voz de un contestador automático, donde se informaba sólo del número de teléfono al que se había llamado. Intentando poner la voz más clara y serena posible, dijo el mensaje convenido:
- La bestia está despertando. Sacad los perros mañana a las 12.
El piso de la Avenida de la Virgen del Puerto, que tantos momentos emotivos e intensos viviera meses atrás, llevaba ya una temporada de tranquilidad, con inquilinos más bien aburridos, entre cuyas aficiones no se encontraba proteger espías a la fuga, resistir silenciosos asedios, o padecer registros a medianoche. La cinta de protección policial hacía tiempo que no guardaba la puerta, y sus paredes tampoco escuchaban susurros de miedo, ni gemidos de placer desbocado salidos de la pasión con que se emplea la vida cuando intuye de cerca a la muerte.
Sin embargo, esa mañana los inquilinos del piso recibieron dos visitas inesperadas en poco tiempo, aparentemente sin ninguna relación entre ellas, o por lo menos eso les pareció a la pareja de jubilados que abrieron la puerta. La primera, una joven bastante guapa, con acento marcadamente maño, y muy buenos modales, les preguntó por un tal Ramón. A la mujer le cayó simpática por aquello que no era de la ciudad, y tenía un aire tan familiar, tan de casa, como el de su hija, a la que veía tan de vez en cuando. Apartó a su marido de un manotazo, y decidió encargarse ella de la visita.
- Pasa, pasa hija. No te quedes ahí -le dijo amable-. Pasa, siéntate, ¿quieres tomar algo?
- No quisiera molestar. Usted tendrá cosas que hacer.
- Nada, nada. Y no me hables de usted. Pasa, pasa, por favor.
Marta entró a la pequeña salita y se sentó en un lado del sofá. Mientras la señora iba a la cocina, ella recorría con la vista cada detalle de la habitación: las cortinas, la estantería, el aparador, el suelo, el sofá, los sillones, la mesa camilla. La decoración había cambiado, pero aquel era el sitio. Sin duda. Algo de Ramón quedaba todavía allí, no sabía muy bien donde, si en las paredes o el suelo, en los muebles que habían sobrevivido o en los marcos de las puertas. Daba igual lo que fuera, todavía se podía respirar un ligero aroma a él; y ese recuerdo tan añorado le hizo estremecer.
La señora hablaba y hablaba sin parar, mientras dejaba el café y las pastas en la mesa baja, acercaba las servilletas y un cenicero.
- No. No fumo, gracias.
- Haces bien, hija. Mi marido fuma y así le va. Cada resfriado que pilla parece una pulmonía. Yo se lo digo siempre: tendrías que dejar de fumar. Cualquier día de estos no sales de esta... A ver, niña, dime: ¿Cómo se llamaba tu hombre? ¿Juan me has dicho?
- Ramón, se llama Ramón.
- Un antiguo novio, supongo. Perdona si me meto donde no me importa...
- Sí, un antiguo novio. Hace que no sé de él. Pasaba por aquí, por Madrid, y me he decidido a visitarlo - mintió Marta - ¿Ya no vive aquí?
- No, aquí no, hija mía - dijo la mujer con un gesto de desolación - Este piso estaba abandonado cuando lo alquilamos. Nos lo consiguió una agencia, pero no llegamos a conocer a su propietario.
- Y ¿no les ha hablado ningún vecino? ¿no sabe dónde ha podido ir?
- Aquí nadie sabe nada. Por lo visto pasó algo. El antiguo propietario, tu chico imagino, se metió en líos o algo así. Nos contaron que la policía selló la puerta un par de veces. Algo turbio, drogas me imagino yo que sería. De repente, desapareció sin dejar rastro.
- ¡Qué raro! Ramón era una persona normal. No tomaba drogas que yo supiera. ¡Si apenas probaba el alcohol!
- Pues no sé. Igual encontró malas amistades. Pero no sé nada de él. Si quieres, te doy los datos de la inmobiliaria que nos alquiló. A lo mejor, ellos saben algo más.
Mientras tanto Marta estaba sentada en el desayunador del hotel, se había servido abundantemente del buffet, sin reparar demasiado en el poco apetito que tenía, y removía el azúcar del café con leche con la cucharilla sin pensar en lo que estaba haciendo. A pesar de que había dormido demasiadas horas, no parecía haber despertado del todo; tenía la cabeza embotada, con un ligero dolor difuso que le impedía concentrarse en nada. Removía y removía, la vista puesta en el remolino que producía en la superficie marrón claro, con la única certeza de no saber qué hacer, y la incómoda pregunta de sus razones para estar allí, sola, sentada en un hotel de Madrid, en busca de un espectro que, seguramente, no deseaba ser encontrado.
Se daba cuenta entonces de lo poco que sabía de su antiguo novio, de la vida que hacía cuando no estaba con ella, de sus costumbres, su horario de trabajo, incluso sus aficiones. ¿Por dónde empezar? ¿Viviría en el antiguo piso donde pasaban el fin de semana las pocas veces que ella iba a verlo? Le parecía imposible. De ser así, seguramente habría respondido a las llamadas del teléfono fijo. O quizá no, tal vez hubiera dado el teléfono de baja o cambiado de operador, ¿quién sabe? Como tampoco tenía otro sitio por donde empezar, se hizo con un plano del metro en la recepción del hotel, y examinó la mejor combinación para llegar a Pirámides. Desde allí el piso quedaba a un tiro de piedra.
Con los ánimos resucitados por la decisión tomada, terminó el sandwich de un bocado, pegó dos sorbos del todavía caliente café con leche, y se dispuso mentalmente a entrar en las turbulentas aguas del caudaloso río que es la Gran Vía. Enfrente, la Plaza de Callao se le antojaba un gigantesco cruce de caminos que miles de personas transitan sin saber que quizá, por el simple hecho de tomar una dirección y no la contraria, sus vidas pueden tomar derroteros totalmente opuestos. Cibeles, Plaza de España, Sol, Santo Domingo, cuatro caminos, cuatro posibles finales o principios, y tal vez sólo uno permitía la salida del laberinto emocional en el que se encontraba, pero para ése quizá tuviera que callejear bastante más en el complejo puzzle de calles estrechas que tapizaban el mapa de su corazón.
- Primero le pondré en antecedentes. Voy a hacerle un resumen de los hechos, tal y como yo pienso que han sucedido. Hay algunas cosas que usted ya sabe, pero le ruego que no me interrumpa. Odio que me interrumpan, - dijo Natacha guardando las formas, pero avisando a su interlocutor de que su paciencia estaba empezando a llegar a su fin.
Sergei no contaba con esa virtud entre las suyas, y las palabras de la chica le sonaron a provocación. Apretó los puños, e hizo ademán de levantarse de la mesa, pero ella le respondió con una mirada fría pero desprovista de afán retador: un gesto que le indicaba claramente que por las malas no iba a conseguir ninguna información de ella, pero que tampoco estaba por la labor de ser pisoteada por nadie. Instintivamente el hombre aflojó las piernas y se dejó caer de nuevo en la silla. Se quedó pensativo, estudiando la situación: aunque no le gustaba dejarse vencer por nadie, tiempo tendría de ajustarle las cuentas a la muchacha y dejar claro quien mandaba allí, pero, de momento no se encontraba en la mejor situación de forzar su voluntad.
- De acuerdo, te escucho. - masculló entre dientes.
Natacha no hizo ninguna demostración de la satisfacción que sentía por haber ganado aquella baza, pero tampoco era tan estúpida como para no pensar que su osadía podía acarrear alguna consecuencia desagradable. Intentaría más tarde suavizar el trato, pues no parecía muy inteligente que dos personas que debían trabajar unidos dispersaran sus fuerzas en luchas internas estériles.
- Nuestro objetivo, como usted de sobra sabe, es un agente checheno. La captaron en la misma dacha de su hermano, del que era su amante, le convencieron de que lo asesinara, y después la sacaron del país. Vino aquí a Madrid, cambió su nombre por el de Sofía, y contactó con un par de agentes nuestros, haciéndose pasar por espía rusa. No fue difícil porque nuestros agentes no eran demasiado expertos y ella, en cambio, tenía mucha información sobre nuestro modo de funcionamiento. Gracias a su ayuda consiguió infiltrarse en la embajada británica, mediante el método más viejo del mundo: se ligó al embajador.
Ella tenía un talento especial para encontrar el eslabón débil de una cadena, cómo aprovechar cualquier situación a su favor, gracias a su acusado instinto de supervivencia. El embajador se quedó prendado al principio de su belleza, y aunque no tenía la obsesión por el sexo que han demostrado algunos colegas suyos, era muy difícil no caer en la tentación. Pero saciado el primer apetito, nuestra mujer encontró un gancho que resultó ser definitivo: el arte. El súbdito de su graciosa majestad era un apasionado de las obras de arte, y un coleccionista compulsivo. Ella tenía los conocimientos suficientes para seguirle la cuerda, y la maña para conseguirle algún objeto raro, gracias a la ayuda de nuestros agentes.
Una vez ganada su confianza, todo resultó muy sencillo. El embajador no le negaba nada, y ella consiguió acceso a los papeles reservados muy pronto, a cambio de dinero, eso sí, del dinero que necesitaba el hombre para satisfacer sus caprichos. La información fue fluida de sus manos a las nuestras, pero , por desgracia, también a la de nuestros enemigos: el MI5 tenía bastante documentada la trama golpista de los chechenos y a sus principales cabecillas, pero éstos siempre recibían el chivatazo antes de que pudiéramos echarles mano.
A pesar de que todos pensábamos que al final daríamos el golpe de mano definitivo, o quizá por ese motivo, la presión aumentó sobre nuestros hombres para conseguir informaciones determinantes y veraces, pero ellos no tenían el temple suficiente para aguantar esa tensión - ya he dicho que no eran muy expertos - y se pusieron nerviosos. Primero, se saltaron a su interlocutor natural, nuestra chica, y fueron a hablar directamente con el embajador. Se dio la circunstancia de que él iba detrás de una importante obra de arte y necesitaba dinero. Así que, tras observar el estado de ansiedad de nuestros agentes, pensó que era una gran oportunidad para pegar un buen pelotazo: les pidió una pasta gansa por un sobre cerrado con el nombre del número 1 de la organización chechena, y el plan que buscaba quitar la vida al mismísimo presidente.
Nuestros hombres cometieron un error más y le anticiparon la pasta, pero el sobre no llegó nunca. Al principio el diplomático iba dando largas, hasta que nuestros chicos se impacientaon, lo citaron una noche en un bar y de allí, pistola en mano, se lo llevaron a su apartamento. Allí no encontraron nada: ni sobres, ni CD, ni obras de arte, y tampoco el dinero. Discutieron, hubo un forcejeo, y al final la pistola se disparó alcanzando la puerta. Eso bastó para desatar la furia de uno de nuestros agentes, que lo acribilló con saña en el suelo.
Salieron corriendo de allí espantados, pero cuando creyeron que todo estaba en calma volvieron sigilosamente al lugar de los hechos, cumpliendo el precepto de que el asesino siempre vuelve al lugar del crimen. Misteriosamente, parecía que nadie se había dado cuenta de lo sucedido. No había rastros de la policía, ni vecinos alterados, ni nada. Cuando ya se disponían a volver a su casa vieron salir a alguien corriendo de la casa, como si le fuera la vida en ello: era Sofía.
Aquella noche la mujer no durmió allí, y tampoco la siguiente. Ellos empezaron a recelar de ella, pensaban que se había quedado con el dinero, y que, además, sabía que ellos eran los asesinos del embajador. La idea de que la mujer molestaba no tardó en obsesionarles, y así, su antigua amiga y aliada se convirtió en su principal enemiga.
Todo se complicó con la aparición del protector de Sofía, un hombre que, saliendo de la nada, ayudó a escapar a nuestra chica de Madrid cuando la volvíamos a tener localizada. Escaparon a Valencia, y les seguimos el rastro, pero ella se dio a la fuga nuevamente, y nuestros hombres se pusieron otra vez nerviosos: pensaron que ella estaba en poder del MI5, y quisieron pactar con los británicos. El resultado ya lo sabes: nuestro objetivo se volvió a fugar con su protector, nuestros agentes fueron arrestados, encarcelados más tarde, y la operación contra los principales cabecillas chechenos desmantelada.
- En ese punto estamos ahora. Hay que averiguar el paradero de la chica, y tenemos bastante poco para empezar: la dirección donde vivía y algún conocido al que habrá que interrogar con mucho tacto.
Algo que, dicho sea de paso, no le sobraba al ruso.
Es peligroso caer en algunas tentaciones. Marta no sabía hasta que punto es cierta esta frase el día que decidió volver a saber de su antiguo novio Ramón. La falta de noticias sobre su paradero le obligará a emprender una arriesgada búsqueda en la que se cruzarán terroristas y espías internacionales.
Procedente de Huesca, su ciudad natal, Marta viaja a Madrid, ciudad donde residía Ramón cuando terminaron su relación. Allí, con la ayuda de Miguel, el taxista, encontrará a Vicente, íntimo amigo suyo, quien parece tener la clave del misterio de la desaparición de Ramón.
Pero antes de la esperada entrevista, Sergei y Natacha, agentes rusos de paisano, secuestrarán a Vicente y la posibilidad de obtener noticias de su amigo.
Otra mujer, Marisa, agente del MI5 y buena amiga de Ramón, se convertirá en una inesperada compañera de aventuras, en las que descubrirá que a veces es necesario recorrer un largo camino para encontrarse a una misma.