martes, septiembre 25, 2007

Un bastón de metro ochenta y cinco

El ruso aterrizó en Barajas, pero no besó el suelo que pisaba. Sus gestos hoscos despertaron el recelo de los policías de Aduanas, que invirtieron más tiempo de lo habitual en inspeccionarle, para gran mosqueo del pistolero, que, aunque tenía el expediente limpio, su conciencia no tenía el brillo inmaculado que mostraba su documentación. Desprovisto de armas, y de cualquier otro instrumento disuasorio, Sergei se sentía indefenso, y esa sensación, a la que no estaba nada acostumbrado, le producía una gran inseguridad que traducía en una actitud hostil y arrogante, provocando el cabreo de los agentes. Para bajarle los humos, decidieron putearle un poco, reteniéndole en un cuarto, con la excusa de comprobar que sus papeles y su equipaje estaban totalmente en regla.

No empezaba de buen pie en España, pero a la salida le esperaba un sólido bastón, en forma de escultural lituana. La mujer se llamaba Natacha, y, aunque nacida en Vilna, era hija de padres rusos, emigrantes procedentes de Moscú en tiempos de la URSS, que habían buscado mejor acomodo en tierras más cálidas tras la independencia de sus países satélites, y el espíritu de revancha hacia los antiguos ocupadores que había renacido con fuerza tras el deshielo.

Tenía cerca de 30 años, pero aparentaba mucho menos. La ausencia de arrugas en su blanca cara, desprovista de maquillaje; la nariz ligeramente pecosa; el pelo moreno, largo, con pocas horas de peluquería; y su sencilla forma de vestir le daban un aspecto juvenil. Sus ojos, de un verde intenso, eran en sí mismos un reto o una amenaza, una tentación en la que apetecía caer, aún a sabiendas que el resultado podría ser idéntico al del compañero de la mantis religiosa. Aunque disimuladas bajo la rugosa tela de los tejanos, sus piernas eran capaces de detener el aire por donde pasaban, elevaban el centro de gravedad de la mujer provocando un balanceo en sus movimientos que era inevitable admirar.

Pero tenía torcido el día Sergei, y Natacha se parecía demasiado a Sofía, su cuñada, motivo suficiente para que desconfiara de ella desde un principio. La mujer lo notó enseguida, pero era ante todo una profesional y mostró su lado frío y eficaz nada más recibir el primer aspaviento de su recién estrenado jefe.

El piso donde iban a compartir la estancia en Madrid tampoco iba a ser motivo de satisfacción del ruso, acostumbrado al lujo de las clases dirigentes. Natacha había encontrado una modesta vivienda en Villaverde Alto; un barrio discreto, acostumbrado a la presencia de emigrantes, donde lo único que podía llamar la atención era su metro ochenta y cinco, pero, desde luego, con las comodidades justitas.

Tras soportar el chaparrón de la última bronca de Sergei, la chica se colocó frente a él, sacó un grueso cartapacio, le dirigió una mirada helada, y sin demostrar ningún tipo de emoción le dijo:

- Y ahora, tavarich, examinemos la documentación y preparemos nuestro plan de ataque.