miércoles, noviembre 28, 2007

Vamos de paseo

Una fotografía de Leo Matiz, tomada de www.asofoto.com

Marta no tuvo que esperar mucho. Apenas llevaba unos minutos sentada, hojeando una revista, cuando salió Vicente, acompañado muy de cerca por los dos rusos. Se disculpó con una sonrisa forzada, encogiéndose de hombros, y ella hizo un ademán de levantarse para pedir más explicaciones; pero Sergei apretó el puño dentro de su bolsillo derecho y se acercó aún más a Vicente. Marta se dio cuenta del gesto y se dejó caer en el sillón paralizada.

El trío atravesó la puerta a toda prisa, pero todavía le quedaba un trecho andando hasta el coche. Afuera, muchos ojos los observaban, los diferentes actores se revolvían icómodos dentro de los papeles asignados, y el operativo de persecución empezaba a ponerse en marcha: los walkies echaban humo, los coches aletargados despertaban. Empezaba la acción.

Marta tardó un poco en reaccionar, pero cuando se sintió a salvo, una extraña tranquilidad y una firme decisión reemplazaron el nerviosismo de la escena anterior. Hurgó en el bolso y encontró un papel medio arrugado: era el número de teléfono del taxista que le había llevado al hotel la primera noche de su estancia en Madrid. Tecleó deprisa, con precisión mecanográfica, los nueve dígitos del móvil del peseto, pero no tuvo que esperar ni dos tonos para escuchar el peculiar acento del hombre con el ruido de circulación al fondo. En sólo un minuto estaba en la puerta de la inmobiliaria.

El taxista le recibió pagado de sí mismo, como reciente triunfador de alguna prestigiosa competición deportiva, y quiso demostrarlo haciendo uso de su habitual verborrea; pero Marta le cortó en seco:

- No me cuentes milongas ahora. ¿Has visto aquel coche negro?

- ¿El de la rubia?

- Sí, ese. Síguelo de cerca pero que no se note. Como en las películas, ¿entiendes?

- Ok, jefa. No verán ni nuestra sombra.

- Pues calla, y conduce.

martes, noviembre 06, 2007

El campo de batalla


A la hora señalada los combatientes estaban apostados en sus puestos; las miradas vigilantes, tensas; los músculos preparados para dar rápida respuesta a los impulsos; las armas, aunque escondidas, cargadas y dispuestas para ser usadas. Todo este despliegue de medios pasaba inadvertido a los viandantes que recorrían la calle donde se encontraba la inmobiliaria -el improvisado campo de batalla-, que no observaban más que a un grupo de hombres con gafas oscuras charlando animadamente, y una pareja de enamorados abrazados en un banco, al otro lado de la calle.

Marta pasó delante del batallón de bienvenida sin despertar la mínima sospecha, con la mente pensando en utilizar nuevas dotes de persuasión que le permitieran conocer algo sobre el paradero de Ramón, pues la reunión del día anterior, con la secretaria del jefe, había sido totalmente inútil. Ahora pensaba exigir una entrevista con el responsable de la inmobiliaria, y conseguir, al menos, una dirección, un número de teléfono, algo para seguir buscando. El tiempo se estaba agotando.

Natacha y Sergei siguieron los mismos pasos de Marta unos minutos después, pero con efecto muy diferente entre los agentes. La chica se deshizo del abrazo para sacar el teléfono móvil, y simular una llamada, mientras éste se empeñaba en rodear su cintura con los brazos, ahora desocupados, en una postura algo forzada. El grupo de amigos interrumpió la charla, y se disgregó en tres partes, tantas como vías de escapatoria ofrecía el local.

Sergei, como de costumbre, estaba irritado, dando por hecha la negativa que esperaba recibir, mientras Natacha, en cambio, estaba alerta, pues notaba movimientos extraños que le sugerían claramente que algo iba mal. Observaba disimuladamente a cada una de las personas con las que se cruzaba, intentando captar algún rasgo sobresaliente que destacara. De todas, la que más le llamaba la atención era la chica que acababa de entrar en la oficina y se disponía a entrevistarse con el director. Era Marta.

El despacho del director no era muy amplio, pero sí bastante cómodo. Pintado en colores cálidos, para dar sensación de amplitud, y añadir un poco de la luminosidad que le restaba la ausencia de ventanas. El mobiliario no era recargado; tan sólo la mesa principal y un par de mullidos sillones, una estantería con unos pocos cartapacios, y una gran planta formaban toda la decoración. Marta y su interlocutor intercambiaron los correspondientes saludos de cortesía, mientras ella dejaba la chaqueta en el respaldo, y se sentaba en uno de los sillones, cuidando de cruzar escrupulosamente las piernas. La cara del hombre le resultaba familiar.

- Yo a usted le conozco de algo. -le soltó rápidamente, casi sin respirar-

- Pues no sé -dijo él- La verdad, ahora no caigo. Permítame que me presente. Mi nombre es Vicente...

- ¡Claro, Vicente! ¡Cómo no te he reconocido antes! Tú eres amigo de Ramón. Pero... ¿qué haces aquí? ¿Tú no trabajabas en una embajada, o algo así?