jueves, febrero 15, 2007

Venganza


Sergei llevaba mucho tiempo macerando su rencor en la innoble barrica de su corazón. Era un volcán a punto de explotar, una tormenta que no había sabido donde descargar sus rayos, justo hasta hacía tan solo unas horas. Ahora ya sabía donde: en la lejana Madrid.

Los dos últimos enviados habían regresado desde aquella ciudad humillados, sabedores de que no sólo su misión había sido un completo fracaso, sino que era bien posible que pagaran con su vida el precio de la derrota.

Las ganas de cobrarse esa deuda aumentaban en Sergei a medida que escuchaba las torpes explicaciones de los hombres; pero conseguía reprimirlas apretando puños y mandíbulas, agitando su cabeza, furioso, de un lado a otro, y sobre todo estirando y soltando una goma flexible, que alcanzó su límite elástico precisamente en el punto álgido de la narración, provocando su explosión de cólera final.

En ese momento los hombres temieron que su jefe les cortara su piel a tiras, pero, sin embargo, se contuvo. Se contuvo porque pensaba que aquellos dos tontos todavía le podían ser de ayuda, se contuvo maldiciendo el día que consintió en enviarlos a ellos en vez de culminar él mismo el trabajo encomendado, que es lo que deseaba con todas sus fuerzas.

Porque se trataba de vengar la muerte de su hermano, su pluscuamperfecto e idolatrado hermano, el hombre al que le debía todo en la vida, el hombre invencible derrotado, humillado, desnudo encima del charco de su propia sangre; por obra de una mujer, de la misma zorra ingrata a la que había sacado de la miseria y que así le pagaba por todo lo que había hecho por ella.

Debía de haber ido él en persona, porque a él le correspondía la venganza; pero sus jefes no habían consentido: era demasiado conocido, demasiado temperamental, demasiado previsible, y tenía un odio desmesurado, un odio que le cegaba en los momentos decisivos, cuando debía conservar la calma.

Ellos eran más fríos, más calculadores. No sólo necesitaban vengar la muerte de un compañero. Eso también, pero era preciso saber más: qué había detrás del crimen. ¿Se trataba de un crimen pasional, o de un complot organizado? En este último caso había más cosas en juego: vidas, más vidas, pero no sólo eso, quizá la estabilidad del Estado, quizá la continuidad del poder en sus manos. Demasiado importante para confiarlo en una persona tan inestable.

Pero esta vez no esperó órdenes, no aguardó las decisiones de sus superiores, y nada más escuchar a aquellos estúpidos corrió al aeropuerto para tomar el primer avión que le condujera a su destino. En su mente solamente cabía un pensamiento: no volver sin la piel de la asesina de su hermano. En eso estaba cuando sonó el aviso por megafonía: la puerta de embarque estaba abierta.